DOMINGO III -A-
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
Y pasando adelante vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron. Recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del Reino, curando las enfermedades y las dolencias del pueblo.
1ª Lectura: Isaías 9,1-4.
En otro tiempo el Señor humilló el país de Zabulón y el país de Neftalí; ahora ensalzará el camino del mar, al otro lado del Jordán, la Galilea de los gentiles.
El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierras de sombras, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo: se gozan en tu presencia como se gozan al segar, como se alegran al repartirse un rico botín. Porque la vara del opresor, el yugo de su carga, el bastón de su hombro los quebrantaste como el día de Madián.
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El oráculo de Isaías contempla, probablemente, la situación de humillación que hubieron de soportar los habitantes de Galilea, desterrados por Teglatfalasar III (732), y la situación tan deteriorada en que quedó la región. A ese pueblo, “que habitaba en tinieblas”, el profeta le anuncia una luz y una gran alegría -el día del Señor-, “porque un niño nos ha nacido…” (Is 9,5).
2ª Lectura: 1 Corintios 1,10-13.17.
Hermanos:
Os ruego en nombre de nuestro Señor Jesucristo: poneos de acuerdo y no andéis divididos. Estad bien unidos con un mismo pensar y sentir. Hermanos, me he enterado por los de Cloe de que hay discordias entre vosotros. Y por eso os hablo así, porque andáis divididos diciendo: “Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Pedro, yo soy de Cristo”. ¿Está dividido Cristo? ¿Ha muerto Pablo en la cruz por vosotros? ¿Habéis sido bautizados en nombre de Pablo? No me envió Cristo a bautizar sino a anunciar el Evangelio, y no con sabiduría de palabras, para no hacer ineficaz la cruz de Cristo.
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Ante los sectarismos que estaban surgiendo en la comunidad de Corinto, Pablo advierte que en la Iglesia no hay más referente que Jesucristo. Denuncia y condena la fragmentación de la iglesia. Pero también denuncia la pretensión de convertirse en líderes, capitalizando lo que sólo es obra exclusiva de Cristo. Dos advertencias y dos denuncias que alertan sobre dos tentaciones que han acompañado siempre a la Iglesia: el sectarismo y el protagonismo excluyente.
Evangelio: Mateo 4,12-23.
Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan se retiró a Galilea. Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el profeta Isaías:
“País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y en sombras de muerte, una luz les brilló”.
Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: Convertíos porque está cerca el reino de los cielos.
Paseando junto al lago de Galilea vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: Venid y seguidme y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.
Y pasando adelante vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.
Recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del Reino, curando las enfermedades y las dolencias del pueblo.
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Mateo, vincula a Jesús el oráculo esperanzador de Isaías, y ve encarnada en Cristo la “luz grande” que viene a iluminar “a los que habitaban en tierra y en sombras de muerte”. Esa luz comienza a iluminar con un anuncio gozoso: la conversión ante la cercanía del reino de Dios. Y se concreta y manifiesta en una acción regeneradora de la humanidad, curando sus dolencias y enfermedades.
Pero Jesús busca compañeros, que serán seguidores suyos y continuadores de su obra. Y de ahí surge la Iglesia, con la misma vocación y misión sanadora del Señor. El seguimiento de Jesús no se agota en “seguirle” (yendo detrás), exige “proseguirle” (continuando su obra).
REFLEXIÓN PASTORAL
“La Palabra de Dios no está encadenada” (2 Tim 2,9). Podrán ser apresados y silenciados sus mensajeros, pero ella siempre encuentra caminos y cauces nuevos para hacerse oír. De eso nos habla el relato evangélico: silenciada la voz profética de Juan, aparece la de Jesús.
La profecía de Isaías (Is 9,1), san Mateo la ve cumplida en Jesús, él es esa “luz grande, que ha amanecido al pueblo postrado en tinieblas, a los que habitaban en tierra y sombras de muerte” (Mt 4,16).
Y esa luz comienza a iluminar los caminos de los hombres, de todo hombre, con la llegada de Jesús, con su llamada a la conversión -“¡Convertíos!”- y con una oferta de salvación -“el Evangelio del Reino”, acompañada de credenciales palpables -“curando las enfermedades y dolencias del pueblo”-. Y es que la Palabra de Dios, y Jesús es su encarnación personal, es una realidad “viva y eficaz” (Heb 4,12).
Y esa luz, esa palabra ha de seguir brillando y resonando; y para eso necesita continuadores y testigos. Es el segundo aspecto que subraya el Evangelio. Cristo se acerca a unos hombres sencillos, en sus puestos de trabajo, para ofrecerles tarea. ¡Jesús nunca llama al paro!
Como nos recuerda la parábola de los obreros enviados a la viña (Mt 20,1-16), Dios constantemente está saliendo a buscar trabajadores, porque “la mies es mucha” (Mt 9,37).
La respuesta, generosa y decidida, de aquellos hermanos se convierte en ejemplo de respuesta. A Jesús no se le puede seguir con reticencias y ambigüedades. Ellos dejaron “inmediatamente” las redes; y nosotros hemos de “desenredarnos” de todo lo que nos impida ese seguimiento. Y el subrayado “inmediatamente” es intencionado. El seguimiento ha de hacerse conscientemente pero sin reticencias (Lc 9,57-62), con alegría.
Y será precisamente la experiencia de ese seguimiento, lo aprendido en la compañía de Jesucristo, lo que anunciarán después: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos” (1 Jn 1,1-3).
Aquellos hombres fueron los intermediarios entre Jesús y la Iglesia; y hoy la Iglesia, es decir nosotros, debemos ser los intermediarios entre Jesucristo y el mundo.
¿Estamos en condiciones de asumir esa tarea, de ser ese canal de transmisión, ese punto de conexión? Quizá podríamos conseguirlo si, como nos recuerda s. Pablo en la 2ª lectura, en nosotros brillara de forma inequívoca la unidad de sentimiento y pensamiento -“¿Está Cristo dividido?” (1 Co 1,13)-; ¿no hay excesivos maestros y sectarismos?
Acabamos de celebrar el Octavario de oración por la unidad de los cristianos. “Que todos sean uno…, para que el mundo crea”, oró Jesús (Jn 17,21). Pero esa unidad no significa la uniformidad empobrecedora y monótona, sino saber vivir en un sano pluralismo, sin descalificaciones partidistas, buscando todos, con la mejor voluntad y rectitud de intención, la verdad en el amor, “creciendo hasta Aquél que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo toma cohesión” (Ef 4,15-16).
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Con qué responsabilidad y generosidad asumo mi tarea evangelizadora?
.- ¿Soy constructor de unidad y comunión en la comunidad eclesial y en la vida?
.- ¿Con qué radicalidad sigo al Señor?
Domingo J. Montero Carrión, franciscano capuchino.