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DOMINGO V DE PASCUA -B-

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo poda para que dé más fruto.

DOMINGO V DE PASCUA -B-

 
 
1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 9,26-31.
 
    En aquellos días, llegado Pablo a Jerusalén, trataba de juntarse con los discípulos, porque no se fiaban de que fuera realmente discípulo. Entonces Bernabé se lo presentó a los apóstoles.
    Saulo les contó cómo había visto al Señor en el camino, lo que le había dicho y cómo en Damasco había predicado públicamente el nombre de Jesús. Saulo se quedó con ellos y se movía libremente en Jerusalén predicando públicamente el nombre del Señor. Hablaba y discutía también con los judíos de lengua griega, que se propusieron suprimirlo. Al enterarse los hermanos, lo bajaron a Cesarea y le hicieron embarcarse para Tarso.
    Entre tanto la Iglesia gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaría. Se iba construyendo y progresaba en la fidelidad al Señor y se multiplicaba animada por el Espíritu Santo.
 
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    Respecto de la fecha de esta visita de Pablo a Jerusalen existen divergencias entre el testimonio del propio apóstol (Gál 1,15-19), y el que ofrece el relato de Lucas. Según Pablo, la visita a Jerusalen tuvo lugar a los tres años de su conversión. Sí coinciden ambos testimonios en afirmar que ni él conocía a Pedro, ni él era conocido por los de Jerusalén. El relato de Hechos ofrece más que una información histórica una relectura teológica para introducir a Pablo en la historia de la comunidad. Y otro tanto puede decirse del “protagonismo” atribuido a Bernabé. El relato concluye con un breve sumario en el que se manifiesta el proceso dinámico del crecimiento de la Iglesia, animada por el Espíritu Santo.
 
 
2ª Lectura: 1 Juan 3,18-24.
 
    Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según verdad. En esto conocemos que somos de la verdad, y tranquilizaremos nuestra conciencia ante Él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo. Queridos, si la conciencia no nos condena, tenemos plena confianza en Dios; y cuanto pidamos lo recibiremos de Él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó.
 
 
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     El amor verdadero a Dios y al prójimo deshace todas las dudas; también las de la conciencia. El creyente ha de procurar tener una conciencia limpia y clara, pero libre de escrúpulos, porque más allá y por encima de todo debe saber que actúa la misericordia de Dios. 
 
 
Evangelio: Juan 15,1-8.
 
    En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo poda para que dé más fruto. Vosotros estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí, lo tiran fuera, como al sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseéis, y se realizará.
 
 
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      La imagen de la viña hunde sus raíces en el AT (cf. Is 5,1ss; Jer 2,21). Jesús la emplea en los evangelios sinópticos como parábola del Reino (Mt 20,1-8; 21,28-31. 33-41). Aquí se proclama a sí mismo la verdadera vid, cultivada por el Padre. Con esta imagen no solo se autodefine Jesús como el Dador de la vida; define también al discipulado cristiano como permanencia y vinculación personal con Él. Solamente así será fecundo.  Sin esa vinculación, sin que la sabia de Jesús circule por el sarmiento, este se seca, convirtiéndose en una realidad estéril. Desde la comunión con Cristo, están abiertas las puertas de la vida.
 
 
REFLEXIÓN PASTORAL
 
     El evangelio de este domingo  ilumina una de las dimensiones más importantes y urgentes del cristianismo: su dinamismo, su creatividad, su necesidad de dar frutos, de traducir en vida lo que teóricamente profesa.
     Hoy la Iglesia siente la urgencia de estar presente, de responder a los retos de los tiempos, de servir a las necesidades de los hombres, de ser actual y de ser útil como instrumento de salvación. Y no puede sustraerse a este compromiso que le fue encomendado por el Señor, y que le viene recordado por los hombres, como exigencia de fidelidad a su específica misión.
     Pero no puede olvidar que todavía más importante que estar ella presente, es que haga presente a Cristo. La presencia de la Iglesia, su respuesta, no puede situarse a un nivel de táctica más o menos razonable, ni puede diluirse en planteamientos equívocos. Su única fuerza, su única razón, su única verdad, su única propuesta alternativa es Cristo; por eso, la única palabra y el único servicio válido que la Iglesia puede prestar al mundo, en general, y al hombre, en particular, es Cristo. Este debe ser su fruto. 
     Y para ello, como nos recuerda el evangelio, ha de estar profundamente vinculada a Cristo. Permanecer en Cristo, sin desviaciones ni concesiones, desestimando ofertas más o menos tentadoras. 
    ¿No podríamos analizar desde esta afirmación de Jesús la esterilidad de no pocas situaciones en la Iglesia? ¿No ha pretendido, en ocasiones, vincularse a otras fuerzas, a otras razones, a otras vides, olvidando que solo Jesús es la vid verdadera? La Iglesia necesita de una constante interiorización para mantener una conciencia clara de su singular vinculación con Cristo, única posibilidad y razón de su existencia.
     Quizá estas reflexiones nos cueste poco admitirlas, por considerarlas dirigidas a los responsables de la Iglesia. Y aquí está nuestra equivocación. Todos somos la Iglesia, y nadie está privado en ella de responsabilidad, si bien no todos la ejerzamos a los mismos niveles de servicio.
     Para cada uno, va dirigido el mensaje de este evangelio: la urgencia de dar fruto, de no privatizar nuestra fe, de no enterrar el talento recibido…; y, sobre todo, la necesidad de vivir en Cristo, en comunión profunda con Él, y no solo de palabra. 
     “Sin mí no podéis hacer nada”. Nuestros proyectos se vendrán abajo si los elaboramos al margen del Señor, porque “Si el Señor no construye la casa…” (Sal 127,1)
      La unión con Dios es el principio de la omnipotencia del hombre. “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará”. Inversamente, el progresivo alejamiento de Dios significará el progresivo empobrecimiento del hombre, el hundimiento en sus propios enigmas y contradicciones.
      En la Eucaristía, en la que tenemos la posibilidad de acceder al Cuerpo y a la Sangre del Señor, la vid verdadera, profundicemos nuestra experiencia de Dios mediante una vinculación más estrecha y responsable con Jesucristo. Pidámosle que nos ayude a superar, a vencer nuestra tibieza, nuestra rutina, para ser sarmientos fecundos, y no ser nunca desgajados de la única Vid y condenados a una esterilidad permanente; porque existe ese riesgo: “Al que no permanece en mí, lo tiran fuera, y se seca”. 
 
 REFLEXIÓN PERSONAL
 
.- ¿Cómo es mi vinculación a Cristo?
.- ¿Mi amor a Dios y al prójimo es solo de palabra y de boca?
.- ¿Tengo vergüenza de dar testimonio de Jesucristo?
 
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

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