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DOMINGO XXI -A-

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

Te daré las llaves del Reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.

DOMINGO XXI -A-

 
1ª Lectura: Isaías 22,19-23.
 
    Así dice el Señor a Sobna, mayordomo de palacio: Te echaré de tu puesto, te destituiré de tu cargo. Aquel día llamaré a mi siervo Eliacín, hijo de Elcías: le vestiré tu túnica, le ceñiré tu banda, le daré tus poderes; será padre para los habitantes de Jerusalén, para el pueblo de Judá. Colgaré de su hombro la llave del palacio de David: lo que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá. Lo hincaré como un clavo en sitio firme, dará un trono glorioso a la casa paterna.
 
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    A la pretensión prepotente de este funcionario responde el profeta con la denuncia y el anuncio de su destitución. A Sobna se le había subido el poder a la cabeza: ha pretendido “construirse” un memorial (una tumba) para inmortalizar su figura (Is 22,15-16) y, además, había realizado una gestión política equivocada y sorda a las demandas del pueblo. El poder es una llamada al servicio, no a satisfacer proyectos personales egoístas. Dios suscitará un nuevo servidor -Eliacín-, que parece tampoco caminó con fidelidad ante el Señor (Is 22,24-25), favoreciendo descaradamente a sus familiares. 
 
 
2ª Lectura: Romanos 11,33-36.
 
    ¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! ¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le ha dado primero para que él le devuelva? Él es el origen, guía y meta del universo. A él la gloria por los siglos. Amén.
 
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     Estos versículos son el final de la reflexión que Pablo hace sobre la actual situación de Israel, de cómo se ha llegado a esta paradójica situación de que el pueblo elegido no hay reconocido a Cristo (Rom 9-11). También para Israel hay espacio. Solo Dios en su sabiduría y providencia conoce y maneja los hilos de la historia. Y Pablo se entrega confiadamente a esa generosidad, sabiduría y conocimiento de Dios. E invita a los cristiano a abrirse a ese plan de Dios, y a no condenar a sus “hermanos” de alianza.
 
Evangelio: Mateo 16,13-20.
 
    En aquel tiempo llegó Jesús a la región de Cesarea de Felipe y preguntaba a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?
    Ellos contestaron: Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.
    El les preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
    Simón Pedro tomó la palabra y dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
    Jesús le respondió: ¡Dichoso tu Simón, hijo de Jonás! , porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo. Y les mandó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías.
 
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El texto tiene como referente a Mc 8,27-30. Pero introduce un elemento original de la tradición mateana: las promesas a Pedro como depositario de las llaves del reino de los cielos y piedra básica de la Iglesia. La prohibición de no decir a nadie que Jesús era el mesías, obedece a la ambigüedad que rodeaba a ese título. Normalmente asociado a una comprensión triunfalista y de poder, Jesús presenta “otra” muy distinta (Mt 16,21), que ni el mismo Pedro comprendía (Mt 16,22), y que provocó una severa reprensión de Jesús, llamándole “Satanás”. Simón Pedro oscila entre ser designado “piedra” sólida y “piedra” de tropiezo. 
 
 
REFLEXIÓN PASTORAL
 
    El entusiasmo inicial en torno a Jesús comienza a decrecer y a despuntar una cierta hostilidad protagonizada por los dirigentes religiosos. ¡Jesús comienza a ser cuestionado! Y esto afecta necesariamente a la confianza del grupo. Para serenar el horizonte, el Maestro decide abrir un breve paréntesis en su actividad, retirándose con los Doce a la región de Cesarea de Filipo. Y lo primero que hace es clarificar la situación: ¿cuál es el estado de la opinión pública? Los discípulos le informan, en realidad solo de la parte favorable, ocultando los movimientos de rechazo generados ya contra él (cf. Mt 9,34; 12,24). 
    Pero Jesús va más allá. Le interesa la opinión de los suyos: “¿Vosotros, quién decís que soy yo?” (Mt 16,15). Y Pedro se adelanta, proclamando: “El Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). 
    Inspirado por el Padre, Pedro ha formulado el núcleo de la fe de la Iglesia. Y Jesús convierte esa fe en la piedra angular de la misma. “Sobre esta afirmación que tú has hecho: ´Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo`, edificaré mi Iglesia” (San Agustín: Sermón 295).
     Sí, el fundamento de la Iglesia no es Pedro, sino la fe de Pedro -Jesucristo-; no hay otro fundamento, pues “nadie pude poner otro fundamento que el ya puesto, Jesucristo” (1 Cor 3,11). Ese ha sido el designio, su decisión más sublime (2ª lectura). La fe en Cristo es la roca sobre la que se asienta la Iglesia, por eso hemos de estar muy atentos a no fundamentarla en otras cosas. Una fe que se acoge, se proclama y, sobre todo, que se concreta en la vida. La Iglesia surge de la fe, y solo puede mantenerse en la fe. “Si no creéis no subsistiréis” (Is 7,9). 
     La Iglesia no salva -solo Dios es salvador-, la Iglesia sirve al proyecto salvador de Dios. A ella se le han entregado “las llaves del Reino de los cielos” (Mt 16,1), como a Eliacín le fue entregada la llave del palacio de  David (1ª lectura). Y, partir de ahí, su misión es hacer posible y hacer visible la realidad de ese Reino. La fuerza de la Iglesia es la fe.
    Conocemos la respuesta de Pedro (Mt 16,16), pero no basta; en todo caso, esa respuesta no ha cerrado la pregunta, que tiene doble resonancia: personal-contemplativa y testimonial-apostólica. Es llamada a descubrirlo personalmente, y a descubrirnos personalmente ante él.  No es la invitación a crear un Jesús a la medida de nuestros deseos, sino a descubrirlo allí donde él ha querido dejar los signos de su presencia (Mt 25,31ss; 1 Cor 11,23-25...). Y puesto que ese conocimiento y reconocimiento no es conquista humana sino revelación del Padre (Mt 16,17), tal pregunta nos llevará, necesariamente, al mundo de la oración.
     Y hay algo más. No es solo la pregunta por la identidad de Jesús sino por su entidad significativa para la vida. ¿Qué densidad, qué contenido, qué tono aporta ese conocimiento? Pues no basta con saber quién es Jesús, es preciso saber qué significa existencialmente (Lc 6,46; Mt 7,21). Es la primera resonancia, la  personal-contemplativa.                                                                                                              
    Pero la pregunta contiene una resonancia ulterior: ¿Quién decís que soy yo a los otros? Porque a ese Jesús descubierto personalmente, hay que descubrirlo públicamente. El Cristo conocido debe ser dado a conocer. Y eso llevará, inevitablemente, al centro de la vida, para ser testigos de lo que hemos visto... (I Jn 1,1), pues no se enciende una luz para ponerla bajo de un celemín (Lc 11,33). Es la interpelación testimonial-apostólica.
    Ambas resonancias deben ser escuchadas; pues, por un lado existe la tentación de contentarse con imágenes edulcoradas de Cristo y, por otro, la inclinación a privatizar la fe. La fe que no deja huella en la vida es pura evasión, y que el anuncio de Jesús, sin vivencia personal, no es evangelización, sino mera propaganda.  ¿Quién decís que soy yo? Una pregunta que no solo define a Jesús sino a sus discípulos.
 
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Cómo es mi testimonio de Cristo? ¿Teórico o vivencial?
.- ¿Quién es Jesucristo para mí?
.- ¿Con qué pasión lo busco?
 
Domingo J. Montero Carrión, franciscano capuchino.

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