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DOMINGO XXXI: FIESTA DE TODOS LOS SANTOS

Domingo J. Montero Carrión, OFMCap

Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la Tierra.
Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. ...

DOMINGO XXXI: FIESTA DE TODOS LOS SANTOS

1ª Lectura: Apocalipsis 7,2-4. 9-14.

Yo, Juan, vi a otro ángel que subía del oriente llevando el sello del Dios vivo. Gritó con voz potente a los cuatro ángeles encargados de dañar a la tierra y al mar, diciéndoles: “No dañéis a la tierra ni al mar ni a los árboles hasta que marquemos en la frente a los siervos de nuestro Dios.” Oí también el número de los marcados, ciento cuarenta y cuatro mil, de todas las tribus de Israel. Después, vi una  muchedumbre inmensa, que nadie podría contar de toda nación, raza, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y palmas en las manos. Y gritaban con voz potente: “¡La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero! Y todos los ángeles que estaban alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro vivientes, cayeron rostro a tierra ante el trono, y adoraron a Dios diciendo: Amén. La bendición y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén.      Y uno de los ancianos me dijo: Estos que están vestidos con vestiduras blancas ¿quiénes son y de dónde han venido? Yo le respondí: Señor mío, tú lo sabrás. Él me respondió: Éstos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero.

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“La salvación es de nuestro Dios y del Cordero”, y esa salvación abarca a todos: a las 144.000 de las tribus de Israel y a una multitud innumerable “de toda raza, lengua, pueblo y nación”. El triunfo de Cristo será, también, el triunfo de los que le han seguido en la gran tribulación, dando testimonio con la entrega de sus vidas. 
 
2ª Lectura: 1ª Juan 3,1-3.

Queridos hermanos: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a Él. Queridos: ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en Él, se hace puro como puro es Él.
 
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Es la gran suerte: haber sido envueltos y trasformados por el amor de Dios para llamarnos, y ser, sus hijos. Jesús hablaba del Padre mío y Padre vuestro (Jn 20,17) y nos enseñó el nombre de Dios: Abbá (Mt 6,9). La carta a los Efesios profundizará esta idea como el núcleo del proyecto de Dios: “Nos ha elegido de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, porque así lo quiso voluntariamente” (Ef 1,5). Vivir de acuerdo con esa condición de “hijos de Dios” es la santidad.
 
Evangelio: Mateo 5,1-12a.
En aquel tiempo, al ver Jesús al gentío, subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar enseñándoles:
Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la Tierra.
Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.
Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados.
Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamará “los Hijos de Dios”.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
 
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Si no lo hubiera dicho Jesús nos parecería una tomadura de pelo -¿y aún así, no?-; pero son palabras suyas y, sobre todo, son su vida. Él fue pobre (Mt 8,20), manso y humilde (Mt 11,29), tuvo hambre y sed de pan y agua (Mt 4,2; Jn 4,7; 19,28) y de justicia (Lc 4,18), lloró (Lc 19,41; Jn 11,35), fue misericordioso (Mt 9,13), construyó la paz (Jn 14,27; Ef 2,14), fue perseguido y murió por la causa del Reino de Dios (Lc 23, 44-46 y par). Las bienaventuranzas son como una nítida radiografía de su interior.
 
Las “bienaventuranzas” no son un sermón improvisado, de circunstancias; se encuentran al inicio (Lc 4,16ss; Mt 5,2ss), en el centro (Mt 11,2-6) y al final de la vida de Jesús (Mt 25,31ss). Son su filosofía, o mejor, su teología… Porque ellas nos hablan, en primer lugar, de Dios, de sus preferencias y de sus sufrimientos por el deterioro de su imagen más preciada: el hombre. Nos dicen que Dios no es indiferente, sino beligerante, ante el dolor del hombre; por eso ha decidido instaurar el Reino, el Cambio… Y su proclamación puede ser una mofa, una burla cruel, si se desplazan, interesada o inconscientemente, los acentos. No son palabras para hacer demagogia, sino para evangelizar la vida. No pueden ser la canonización de situaciones degradadas, de segunda clase. Son el anuncio y el principio de un cambio: “Se os dijo…, pero yo os digo” (Mt 5,21ss). Son anuncio y denuncia; felicidad y juicio; sabiduría y necedad; teología y antropología; gracia y ética… Son el proyecto de una vida, la de Jesús, y un proyecto de vida, la del cristiano.
 
REFLEXIÓN PASTORAL

En la Fiesta de Todos los Santos la Iglesia celebra una de sus notas específicas: la santidad.  “Sed santos” (Mt 5,48) nos recomendó Jesús, y en la tarde del Jueves Santo oró: “Padre, santifícalos” (Jn 17,17). Y consciente de esta necesidad S. Pedro exhortaba a sus cristianos: “Como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en vuestra conducta” (1 Pe 1,15). La santidad pertenece a la identidad de Dios y a su proyecto para con nosotros. La llevamos en nuestros genes, pertenece a nuestro código genético como hijos de Dios. Si  los genes de los padres están presentes en sus hijos, ese gen de nuestro padre Dios, la santidad, ¿no va a estar presente en nosotros?
 
 Sin embargo, la santidad provoca poco entusiasmo, más bien suscita sentimientos de lejanía, de impotencia y, en el mejor de los casos, de admiración... Al oír hablar de los santos dirigimos instintivamente la mirada a los altares, y no al propio hogar; pensamos en las coronas que aureolan sus cabezas, y no en los instrumentos con que construyeron sus vidas;  evocamos y añoramos milagros…. Subrayamos la anécdota, en vez de considerar el núcleo, el secreto de su santidad: la fe hecha vida.
 
El Concilio Vaticano II nos dice: “La Iglesia creemos que es indefectiblemente santa. Por ello en la Iglesia todos están llamados a la santidad”.
“Hasta que el Señor vuelva revestido de majestad…, de sus discípulos, unos peregrinan en la tierra (nosotros); otros, ya difuntos, se purifican (las almas del purgatorio); otros, finalmente, gozan de la gloria contemplando claramente a Dios tal cual es (los santos). Pero todos, en forma y en grado diverso, vivimos unidos en una misma caridad”.
 
La santidad cristiana no queda reducida a la santidad “canónica” -los 144 mil de las tribus de Israel-, a los santos canonizados; se extiende a una muchedumbre inmensa e incontable de toda raza, lengua y nación. El papa Francisco hablaba en la Exhortación Apostólica “Gaudete et Exultate” de los santos de “la puerta de al lado”, “la de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, «la clase media de la santidad»”.
Entonces, ¿por qué provoca tan poco entusiasmo? ¿Qué es la santidad? Quizá sea necesaria una poda de tanta hojarasca y superficialidad, de tanto sobrenaturalismo como hemos arrojado sobre este concepto para justificar un poco nuestra comodidad.
 
La santidad no es exterioridad, ni ruido. Las auténticas opciones del cristiano maduran en el silencio... La santidad es la situación del hombre unido a Dios y a los hermanos; situación a la que se llega por una vivencia responsable y coherente de la fe, ayudados por la gracia de Dios. El santo es el hombre / la mujer que viven profundamente la comunión, a imagen de Dios que es comunión de tres Personas.
 
La santidad es el ofrecimiento de la propia vida, con sus proyectos, sus éxitos o fracasos, a Dios nuestro Padre, haciendo de ellos una ofrenda agradable a Dios, para que él realice el milagro de transformarnos y transformarlos en Cristo.  
 
Es, como nos recuerda el evangelio, acoger y entregarse día a día a las bienaventuranzas, único test propuesto por Jesús para valorar la calidad evangélica de la existencia. Los santos lo son por ser “bienaventurados”, por encarnar las bienaventuranzas,  y no hay bienaventurado que no sea santo. 
 
Ninguno de nosotros, seguramente, pasará por un proceso de canonización “oficial”. No hace falta. Pero todos tendremos que confrontarnos con el test de Jesús: las bienaventuranzas. 
 
La fiesta de Todos los Santos nos invita a celebrar la santidad de tantos hermanos ya “logrados”, y  a tomar conciencia de nuestra vocación: contribuir a visibilizar la santidad de la Iglesia.
 
REFLEXIÓN PERSONAL
 
.- ¿Qué eco provoca en mí la palabra “santidad”?
.- ¿La siento como vocación?
.- ¿Qué espacio ocupan en mi vida las “bienaventuranzas” de Jesús? 
 
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, franciscano capuchino.

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