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DOMINGO XXXIII -B-

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap

El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán.

DOMINGO XXXIII -B-

 
 
1ª Lectura: Daniel 12,1-3.
 
    En el tiempo aquel se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu pueblo: Serán tiempos difíciles, como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora. Entonces se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo despertarán: unos para vida perpetua, otros para ignominia perpetua. Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad.
 
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    Las horas negras por las que pasa el pueblo no serán definitivas. Lo definitivo será una vida nueva; habrá una reivindicación final y solemne de la verdad y la justicia. Este es uno de los textos veterotestamentarios en que se afirma explícitamente la resurrección de los muertos. La luz que definitivamente iluminará al mundo será la sabiduría y la justicia.
 
 
2ª Lectura: Hebreos 10,11-14.18.
 
    Hermanos:
    Cualquier otro sacerdote  ejerce su ministerio diariamente ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, porque de ningún modo pueden borrar los pecados. Pero Cristo ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio; está sentado a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta hasta que sus enemigos sean puestos como estrados de sus pies. Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados. Donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados.
 
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    El futuro está asegurado por la obra salvadora de Cristo. A diferencia de cualquier otro sacerdocio, el de Cristo es personal; en él se funden e identifican, en una unidad indivisible, ofrenda y oferente. Su sacrificio es el único que tiene poder de borrar realmente los pecados. Él será el juez y el salvador de la historia.
 
 
Evangelio: Marcos 13,24-32.
 
     En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: En aquellos días, después de una gran tribulación, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los ejércitos celestes temblarán.
      Entonces verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, del extremo de la tierra al extremo del cielo.
      Aprended lo que os enseña la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, sabéis que la primavera está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a las puertas. Os aseguro que no pasará esta generación antes de que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán. El día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles ni el Hijo, solo el Padre.
 
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    El texto de S. Marcos se apoya en referencias veterotestamentarias (Is 13, 9-10 y 34,4). Los prodigios cósmicos sirven en el lenguaje de los profetas para describir las intervenciones poderosas de Dios en la historia; aquí, en concreto, se quieren subrayar dos aspectos: una novedad-renovación radical, que implica la desaparición de lo antiguo (cf 2 Pe 3,13)- y la transitoriedad de la realidad presente, sin entrar a describir el cómo, ni a determinar el cuándo. El centro de esta pequeña unidad recae en la afirmación de la venida del Hijo del hombre. Para S. Marcos se trata de la venida de Jesús; pero de una venida peculiar: lo sugiere la referencia a la nube (que es signo del mundo divino) y la afirmación "con gran poder y gloria". La imagen está inspirada en Dan 7,13-14, con la que se anunciaba el restablecimiento del reino mesiánico. Aunque no se afirma expresamente la finalidad de esa venida, los contextos literarios sugieren que es para juzgar. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles para reunir a los elegidos. Reunir a todos los hijos de Dios dispersos era el gran sueño de Israel (Zac 2,10; Dt 30, 4). Ninguno se perderá. La venida del Hijo del hombre pondrá fin a la dispersión originada por la gran tribulación. El final, pues, no será catastrófico, sino salvador. 
    Con la parábola de la higuera, Jesús invita al discernimiento correcto de los signos de los tiempos.
 
 
REFLEXIÓN PASTORAL
 
     Nos encontramos en las postrimerías del año litúrgico, y los textos de la palabra de Dios nos invitan a reflexionar sobre un hecho inevitable: el fin de “este” mundo. Más de uno podrá haber quedado impresionado por el lenguaje de estos textos, especialmente el del evangelio. No es este el momento para abordar su explicación. Solo señalar que pertenece a un género literario especial -el apocalíptico-, caracterizado por la viveza  de sus imágenes, y que tiene por tema, generalmente, la revelación de los acontecimientos últimos de la historia. En todo caso, es una literatura de esperanza, no de catástrofe. Pero si no podemos abordar la peculiaridad de ese lenguaje literario, no debemos eludir, sin embargo, la necesidad de alcanzar su mensaje.
     Para muchos de nuestro contemporáneos la perspectiva del fin de la propia existencia y del mundo en que se mueven, y en cuya construcción han empleado, quizá, lo mejor de su vida, suscita una resignada amargura, cuando no una desesperada protesta ante lo inevitable.
     Por otra parte, nos movemos en un ambiente de presagios funestos, donde abundan profetas de calamidades, que pretenden ver en los acontecimientos que estamos viviendo el umbral o el dispositivo que ponga en funcionamiento el detonador fatal. Como creyentes, ¿qué responder a esto?
      Para el discípulo de Cristo no hay cabida más que para una actitud: la esperanza responsable. A los cristianos de Tesalónica, preocupados por la suerte de los muertos y de los últimos días, san Pablo les escribe “para que no os aflijáis como los que no tienen esperanza” (1 Tes 4,13). Además, “el día y la hora nadie la conoce” (Mc 13,32), por tanto “en lo referente al tiempo y a las circunstancias no necesitáis que os escriba” (1 Tes 5,1)…, “y no os alarméis por alguna revelación, rumor o supuesta carta nuestra… ¡Que nadie en modo alguno os engañe!” (2 Tes 2,2-3).
      Pero es que, además, según los textos del NT, ese fin no será una catástrofe, sino la victoria definitiva de Cristo. Entonces tendrá lugar la “nueva creación de unos cielos y una tierra nueva en los que habite la justicia” (2 Pe 3,13): se oirá la voz de Jesús: “Mira,  hago nuevas todas las cosas” (Apo 21,5). Será una transformación de la existencia, por la que “la creación entera ahora gime y sufre dolores de parto…, pues hemos sido salvados en esperanza” (Rom 8,22.24). Entonces recibirán el premio los que vienen de la “gran tribulación” (Ap 7,14).
     La carta a los Efesios ofrece las claves para una lectura optimista del llamado fin del mundo: recapitulación de todas las cosas en Cristo (Ef 1,10). No se trata, pues, de destrucción, sino de novedad; no de muerte, sino de esperanza. Si bien, para ello, es necesario que el grano de trigo sea sembrado, enterrado (Jn 12,24); que Jesús sea crucificado (Mt 17,22-23); que el cristiano tome cada día su cruz (Mt 16,24) y que la representación de este mundo pase (1 Cor 7,31). Pero no lo olvidemos, el hecho fundamental de la vida de Jesús fue la resurrección, y de la vida del cristiano ha de ser la esperanza de que si Cristo resucitó, también nosotros resucitaremos con Él (1 Cor 6,14; 2 Tim 2,11).
      Nada de actitudes negativas. Creemos en Cristo, vivamos en consecuencia, empeñándonos diariamente porque esta nueva creación  -para los pesimistas el final- se realice con nuestra aportación, ya que el reino de Dios, cuya implantación pedimos en el Padrenuestro, no puede sernos ajena. Nos lo recuerda la parábola de los talentos.
      Por tanto, en espera de que nuestra existencia adquiera una dimensión definitiva, sigamos el consejo de san Pablo a los cristianos de Filipos: “Todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta” (4,8), y “todo lo que de palabra o de obra, realicéis, sea  todo en el nombre de Jesús” (Col 3,17). Solo con una vida así interpretada, podremos celebrar coherentemente la Eucaristía, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro salvador, Jesucristo. 
 
REFLEXIÓN PERSONAL
 
.- ¿Sé leer desde la fe los “signos de los tiempos”?
.- ¿Cómo afronto el presente?, ¿con esperanza?
.- ¿Funciono en la vida con mentalidad de sembrador o de recolector?
 
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

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