1ª Lectura: Hechos 1,1-11.
“En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los Apóstoles, que había escogido movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del Reino de Dios.
Una vez que comían juntos les recomendó: No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo.
Ellos le rodearon preguntándole: Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?
Jesús contestó: No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo.
Dicho esto, lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse”.
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Este, junto a Lc 24,51, es el único relato de la ascensión del Señor a los cielos en presencia de los discípulos. Y solo él informa de que el Señor resucitado estuvo apareciéndose durante 40 días los discípulos.
¿Cuándo tuvo lugar la Ascensión? Lc 24,51; Hch 1,9-11 y Mc 16,19 coinciden en hacer seguir inmediatamente la ascensión a la aparición del Resucitado y al diálogo con los Once. En esta línea puede aducirse el testimonio de Jn 20,17, donde Jesús prohíbe a María Magdalena retenerlo porque “aún no he subido a mi Padre”, y le ordena decir a los discípulos: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”. También Mt 28,18-19 deja suponer que Jesús habla como quien ya ha subido al Padre. De donde podemos concluir que el cristianismo primitivo consideró la resurrección y la ascensión del Señor como dos momentos íntimamente vinculados en su significación y realización. El resucitado viene al encuentro de sus discípulos desde el Padre, desde el cielo.
Después de la resurrección el Señor no anduvo “errando” e “irrastreable” por la tierra; subió al Padre (fue glorificado). Esto no desvirtúa el relato del libro de los Hechos. Éste sería el testimonio del último encuentro del Resucitado con los discípulos antes de iniciar la misión, acaecido cuarenta días después de la resurrección (sin olvidar el valor simbólico del número 40 en la Biblia).
Interesante es notar que, si bien en el AT existen referencias a dos personajes “llevados” al cielo –Henoc (Gen 5,24) y Elías (2 Re 2,11), la “ascensión” de Jesús es “protagonizada” por él; no es “raptado” ni llevado a ningún lugar indeterminado. Él va al Padre (Jn 14,12), a prepararnos un lugar (Jn 14,3) y se despide con una bendición (Lc 24,50).
2ª Lectura: Efesios 1,17-23.
“Hermanos:
Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no solo en este mundo sino en el futuro. Y todo lo puso bajos sus pies y lo dio a la Iglesia como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos”.
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En la Carta se subraya la resurrección y glorificación de Cristo junto al Padre, al tiempo que mantiene la conexión profunda, íntima de Cristo con la Iglesia, que, de alguna manera, ya participa de la suerte definitiva del Señor, su Cabeza. Esto, es verdad, aún no es visible en este mundo, por eso pide para los cristianos ojos e inteligencia espirituales para conocer a Dios y la vocación a la que Dios nos llama en Cristo. Sin esa visión todo nos parecerá “sin sentido”, “locura” como dirá el Apóstol a los Corintios (I Co 1,18). Necesitamos la “sabiduría de Dios” para hacer una lectura correcta de la vida.
Evangelio: Final del santo Evangelio según san Lucas 24,46-53.
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Y vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.
Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos (subiendo hacia el cielo).
Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios”.
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Con estas líneas concluye la primera parte de la obra de san Lucas - el Evangelio - , “mi primer libro” (Hch 1,1). La historia de Jesús, su pasión y resurrección, formaba parte del proyecto salvador de Dios. Los discípulos han sido testigos oculares, aunque un poco “torpes” (Lc 24,25) inicialmente. Pero la obra de Jesús no termina con él, con su muerte y glorificación (resurrección / ascensión). Queda por cumplir un aspecto fundamental: la misión a todos los pueblos. Eso es tarea de los discípulos y del Espíritu - la nueva presencia de Jesús –, que les capacitará y fortificará.
El Señor resucitado no es distinto de Jesús de Nazaret. No ha cambiado la temática: en la despedida les habla del Reino de Dios y de la misión evangelizadora. Desde el cielo mantiene su contacto vivo con los suyos, asistiéndoles con su Espíritu.
La despedida de Jesús no es un adiós definitivo, ni una ausencia. Su ascensión inagura una nueva presencia. Bendecidos por Jesús, los discípulos afrontan la nueva tarea “con alegría” (Hch 2,46).
REFLEXIÓN PASTORAL
El triunfo de Cristo gira en torno a tres grandes celebraciones: la Resurrección, la Ascensión y Pentecostés. Hoy celebramos la Ascensión. La 1ª lectura la ha narrado de una manera plástica; la 2ª lectura y el Evangelio hablan de las implicaciones de esa Ascensión: lo que supuso para Jesús, y lo que supone para nosotros. Porque su Ascensión nos atañe, nos pertenece, como nos recuerda la oración con que se inicia esta celebración.
La Ascensión de Jesús es el primer paso de nuestra ascensión, y un paso seguro, porque lo ha dado Él. Ya tenemos un pie puesto en el cielo, o como dirá S. Pablo en la carta a los Efesios, “nos ha sentado con El en el cielo”. Pero ese primer paso de Jesús hay que seguirlo con nuestros propios pasos, porque se trata de seguirle, de seguir sus pasos en esa ascensión personal.
La obra de Jesús: su vida para los demás, su amor preferencial por los menos favorecidos, su vocación por la verdad..., su ser y su hacer, han sido rubricados por el Padre. Y, cumplida su misión, retorna al Padre, punto de partida. “Salí del Padre y vine al mundo, ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre”. Pero, “no estéis tristes”, porque no es un adiós definitivo, sino un hasta luego; no es un desentenderse, porque “voy a prepararos un lugar, para que donde esté Yo estéis también vosotros”.
La Ascensión no significa la ausencia de Jesús de entre nosotros, sino un nuevo modo de presencia entre nosotros. Él continúa presente “donde dos o más estén reunidos en mi nombre” (Mt 18,20), en la fracción del pan eucarístico, en el detalle del vaso de agua fresca dado en su nombre (cf. Mt 10,42), en la urgencia de cada hombre (hambre, enfermedad, cárcel, desnudez... “pues lo que hicisteis a uno de estos lo hicisteis conmigo” Mt 25,31-44). Pero ya no será Él quien multiplique los panes, sino nuestra solidaridad fundamentada en Él. Ya no recorrerá Él los caminos del mundo para anunciar la buena noticia, sino que hemos de ser nosotros, sus discípulos, los que hemos de ir por el mundo anunciando y, sobre todo, viviendo su evangelio...
Desde la Ascensión del Señor, sobre la Iglesia ha caído la responsabilidad de encarnar la presencia y el mensaje de Cristo. Se le ha asignado una tarea inmensa: ¡que no se note la ausencia del Señor!
La Ascensión es el principio y el fundamento de la misión. Una misión que consiste fundamentalmente en elevar la realidad, liberándola del egoísmo, de la violencia, de la mentira interesada, de la superficialidad... La fiesta de hoy nos invita a levantar nuestros ojos, a mirar al cielo en un intento de recuperar para nuestra vida la dosis de trascendencia y esperanza necesaria para no sucumbir a la tentación de un horizontalismo materialista; para dotar a la existencia de motivos válidos y permanentes más allá de la provisoriedad y el oportunismo utilitarista.
Vivir mirando al cielo es no perder nunca de vista la huella del Señor; no es, por tanto, una evasión sino una toma de conciencia crítica frente a los intentos absolutistas y manipuladores de los que pretenden recortar el horizonte del hombre. Elevar nuestros ojos a lo alto es reivindicar altura y profundidad para nuestra mirada, para inyectar en la vida la luz y la esperanza que nos vienen de Dios; para “comprender cuál es la esperanza a la que nos llama, cuál la riqueza de gloria que da en heredad a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros”.
La Ascensión del Señor supone también un acto de confianza. Cristo se confía a nuestras manos: nos entrega su obra y Él mismo se nos entrega. Pero volverá a ver qué hemos hecho de esa confianza. ¿Vamos a defraudarle?
Que sepamos vivir esta fiesta celebrando el triunfo definitivo de Cristo y acogiendo con responsabilidad y gratitud la tarea que Él nos confía. Que también nosotros sepamos elevarnos y elevar nuestro entorno para una convivencia más humana y más cristiana, que sirva a los demás como principio de paz y esperanza.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Cómo vivo la Ascensión del Señor?
.- ¿Me afecta?
.- ¿Alienta mi esperanza y mi responsabilidad?
Domingo. J. Montero Carrión, capuchino.